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Cuando un niño llega a su punto alto de rabieta y grita «¡Te odio!“, nos parece una cosa de niños, cuando lo hace tu hijo de diez años nombramos que está entrando en la edad del pavo y cuando lo hace un adolescente, las hormonas son nuestra excusa, pero hay algo que nos estamos perdiendo.

 

La naturaleza ha diseñado las emociones para ser expresadas, para comunicarnos con los demás y mostrar cómo nos sentimos, qué es lo que nos está pasando, porque estar mal no es lo normal, lo común, no es el estado natural una persona está mal cuando le sucede algo, cuando vive una situación que está yendo en contra de su necesidad y de su naturaleza, así que, las emociones nos envían ese mensaje, «esto no me gusta», «esto me provoca malestar», «esto me incómoda»… y, cuando ya no puede más, aparece la explosión en forma de rabieta, pero no aparece «porque sí» ni «para fastidiar».

 

Las Rabietas, las expresiones de malestar son un tesoro, son las alarmas, los indicadores de que algo falla. Como explica Norbert Levy en su libro «La sabiduría de las emociones», atenderíamos estas alarmas si fueran las luces rojas del coche o de la lavadora. Y yo pregunto ¿por qué ignorar las alarmas que nos envían los niños? ¿Pensamos que por no querer ver el mensaje va a desaparecer el motivo o el malestar?

 

Nos dicen «No le hagas caso, que se le pase» y lo único que sucede es que el niño aprende que no puede contar contigo, que la ayuda que necesita no la va a encontrar en ti.

 

¿Cómo te sientes ante un amigo al que recurres una y otra vez a pedir ayuda y sientes que te da de lado? Pues esa emoción es la que van acumulando los niños desde pequeños cada vez que ignoramos sus necesidades emocionales. Y así, cada vez que nos dicen «¡Te odio!» nos están gritando «¡Necesito tu ayuda, tu amor incondicional y no puedo más!».