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Muchas son las ocasiones en las que he escuchado esta frase y en muchos contextos diferentes, pero lo peor, es que los niños también las escuchan. Hay quien tiene normalizado pensar que hay niños que son malos o egoístas. 

Los bebés nacen puros, purísimos. Su mirada, su sonrisa son puro amor. ¿Recuerdas ese brillo en sus ojos? ¿Recuerdas la plenitud de su carcajada? Poco a poco comienzan a querer explorar el mundo y se encuentran con limitaciones, físicas y emocionales. El problema no es la limitación, sino las formas en que se lo transmitimos en muchas de esas ocasiones. He visto a una abuela pegar una palmotada en el culete de un bebé de añito y medio para corregirle porque había pegado a su hermano mientras le gritaba: «¡No se pega!» . Para mí, eso es violencia y la violencia hace daño… no sólo en el cuerpo… Algunos niños pequeños pegan de manera automática cuando sienten malestar, pero si lo hacemos los adultos también, estamos estableciendo y validando un patrón de comportamiento. Un niño que se siente bien se va a comportar bien y un niño que se siente mal, también se comportará mal. Evitando o corrigiendo su comportamiento no conseguiremos solución a largo plazo algo que está en su interior y que saldrá tarde o temprano de alguna manera. 

 

Esos niños que nombramos que son malos, lo que necesitan es ayuda, amor, comprensión, ya que si se comportan mal es porque se sienten mal. Un niño que se siente querido, escuchado, atendido, respetado… tanto como necesita, se siente pleno, en armonía, y, por lo tanto, se comportará tal cual, no necesitará perjudicar a nadie. 

 

De la misma manera, los niños que llamamos egoístas también necesitan una nueva mirada. Aquel que es egoísta es porque le falta algo, ya sea físico o emocional. Quien se siente abundante no necesita poseer más de lo necesario. En la naturaleza, mientras hay alimento suficiente para todos los animales del lugar, se mantiene el equilibrio; los problemas aparecen cuando el agua, el alimento o el territorio escasean… Por otro lado, el egoísmo es algo que establecemos los adultos. He sido testigo de una situación repetida constantemente en los parques: Un niño se acerca a otro que juega con sus juguetes y el adulto le limita «No toques eso, que es del nene», «Deja eso, que no es tuyo»,… En este instante, con nuestro comentario, estamos enviando el mensaje: «Cada uno tiene lo suyo, por lo tanto tú también», «Cada uno tiene lo suyo, las cosas no se comparten». Así pues, la próxima vez que ese niño se encuentre jugando con «sus cosas» y otro niño se acerque, él limitará ese espacio y ese sentido de pertenencia que nosotros mismos hemos creado. Es entonces cuando terminamos de confundir al niño nombrando que es un egoísta, que no comparte y que si continúa así o protesta si le obligamos a compartir, nos iremos a casa…. Confuso ¿verdad? Si desde el principio permitimos que nuestro hijo pida permiso para jugar con las cosas de otro aprenderá que compartiendo podemos disfrutar de la compañía de otra persona.